“Perdona a los que amor fingieron
por lo feliz que al mentirte te hicieron”.
A día de hoy puedo decir que él nunca fue un mentiroso; fue un caballero mientras me hizo feliz. Tampoco lo odié tal y como me despedí en esa última conversación donde decidí quemar los puentes que me unían a él. Fuimos simplemente dos mentirosos emocionales embriagados en la idea de que el amor, por el hecho de ser amor, curaba nuestras propias heridas.
Si
pudiese leerme y si pudiese entenderme le daría las gracias por las
cosas que aprendí cuando lo nuestro acabó. Sí, fui yo quien
decidió silenciar todo, barrenar mi propia quilla y cortar toda vía
de comunicación -incluyendo
a personas en común-
que me condujesen a él. Busqué el mecanismo para mantener a flote,
siempre a flote, esa sensatez que muchos de mi admiran, e insisto que
aunque fui yo quien escribió el punto final a tanto punto
suspensivo, en sus planes nunca hubo implícito un “juntos,
contigo”.
He
de darle las gracias por sus buenos días y sus buenas noches, sus
referencias a minúsculos detalles que solo yo recordaba, por marcar
los tiempos y a su vez por la eterna espera, por darme todo y
seguidamente garantías de nada, por volverme loca con sus dudas y
por devolverme la cordura con sus disculpas; gracias por todo lo
bueno y por todo lo malo, porque cuando alguien venga de nuevo
disfrazado de él sabré cuando parar, cerrar e irme a tiempo sin
perder ni un ápice de compostura a mi paso.
Me
marcho de su vida porque quiero encontrar en mi camino a la misma
clase de persona que quiero ser.
Y
yo no quiero ser él. Ni como él.
No hay comentarios:
Publicar un comentario